"Durante varios años los nueve campesinos secuestrados del distrito del Santa permanecieron en calidad de desaparecidos. Recién después de once años se ha podido establecer, por declaraciones de testigos acogidos al beneficio de la colaboración eficaz, que la misma madrugada del 2 de mayo de 1992 las víctimas fueron ejecutadas y enterradas en un lugar cercano, 'Santiago Martín Rivas, encargó a Carlos Eliseo Pichilingue Guevara, que se encargue de la situación y que termine el trabajo, refiriéndose que diera muerte a los agraviados'".

—Comisión de la Verdad y Reconciliación—

El lado materno de la muerte


A los que oyeron 

el silencio desde adentro 


A mis sesenta y tres años puedo decir que me he cansado mucho. Con mi marido tuvimos tres hijos que desde muy tiernitos aprendieron a llenarse de tristeza. Una tristeza larga, tan larga que fue metiéndose en sus corazones desde los días en que los terroristas llegaron al pueblo.  

El fuego chisporroteaba sobre la leña en pequeñas bombardas rojas. Miré a doña Nelly través del resplandor de la lumbre: profundos surcos en su piel cruzaban sus mejillas como cicatrices; bajo su nariz, un lunar en forma de o le daba un aire oriental. La noche rodaba a nuestro alrededor y desde la cordillera descendía la helada como una cuchilla que se descargaba con violencia.

—¿Y cómo se llamó el primero de ellos? —le pregunté mientras me arropaba con un poncho.

—Juliacho —su voz era grave—. Hoy habría tenido unos cuarenta y cinco años.

Dio un suspiro.

—Cuando nació una carita de sapo tenía —continuó—, y a su padre le pareció que con el tiempo sería un mostrenco, como esos chanchitos que paran todo el día lejos del corral. Mi marido le puso Juliacho, porque en algo se parecía a su abuelo, un viejo campesino del antiguo valle que con el tiempo se había arruinado hasta los huesos. ¡Cómo no recordar a mi criatura, muchacho!, lo puedo ver clarito como un sueño si cierro los ojos, clarito como el agua, como te puedo ver a ti, ahorita. En la sierra de Corongo nació mi hijo y a los cinco años nomás nos vinimos a Santa, donde mi marido heredó de su abuelo un pedacito de tierra. Para sembrar siquiera, dijimos. Éramos nuevos en el valle y teníamos que empezar de la nada, casi. Lo llevamos a estudiar al colegio más cerquita de la casa, junto a la acequia negra donde lavaba la ropa los domingos. Inteligente era mi Juliacho. Alto, vozarrón, con la cabeza cuadrada como la su padre. Tenía los ojos saltones, eso sí, y de vez en cuando se me escapaba de la escuela para irse con sus amigos a chapar lagartijas en los montes.

«—Traje cañanes —me dijo una vez— ¡Mira mamá! La vecina dice que se pueden comer con aceite y plátanos fritos».

«—¿Comer lagartijas? —grité mientras cogía mi escoba para romperle la espalda».

—El pobre salió volando por el corral. Un pájaro asustado parecía. Yo nunca había comido esas cosas, porque en la sierra donde vivíamos no había esos animales tan feos como las culebras. ¿Cómo iba a comer esos bichos, me dije? Solo tiempito después probé, por los engaños de una vecina, mi primera lagartija en sopa y la verdad me gustó tanto que mandé a los algarrobos a mi Juliacho y a mi Andrés para que atraparan unos cuantos y así llenamos la panza.

—Cierta vez oí decir que tenían sabor a gallina —intervine.

Ella tomó aire y miró al cielo. Sus ojos titilaban; a través del iris se reflejaba la danza del fuego.

—Pollo frito parecía. Fue en una de esas correrías, cuando se encontraron con el grupo.

«—Hoy iré con los vecinos de la esquina —me dijo esa mañana del 92—. No demoraremos, mamá».

«—Lleva para tu fiambre —le dije mientras le daba un tazón con cancha y papás sancochadas».

—¿Qué edad tendría él, doña Nelly?

Bajó la cabeza y metió la mano en una de las talegas que había traído de su casa. A lo lejos oí (o creí oír) el graznido de un ave nocturna y el pito de algún vehículo que atravesaba los flancos de la serranía. Había sacado una foto que me alcanzó estirándose hacia la izquierda.

—Esta es su última foto, tomada el año en que desapareció —descendió la intensidad de su voz y luego me miró fijamente—. Tú habrás sido muy joven en aquel entonces, casi la edad de él habrías tenido.

—¿Dieciséis? Claro, recuerdo ese año. Los terroristas ya estaban ganando la guerra y parecía que el Perú en cualquier momento se iba al diablo.

Ella parecía no escucharme.

—En el gobierno de Fujimori fue, lo recuerdas, ¿di? Ya había quedado viuda entonces y era padre y madre de mis hijos, trabajando en las parcelas que mi marido nos había dejado al borde de la quebrada, cerca de los maizales. Pero ese día era viernes y los viernes no iba al campo, sino que me quedaba moliendo el ají colorado y el afrecho del trigo con mis chungas como le dicen en la costa; me quedé en casa con mi Andrés, el menor de todos, que ese día no había ido a la escuela. A él no le gustaban esas correrías por los algarrobos y los montes, más bien estudioso había salido.

«—¿Dónde está Juliacho? —me preguntó Jaime cuando llegó de la escuela a la hora del almuerzo».

«—En la quebrada —le dije—. Matando cañanes».

«—Era para ir, mamá. Yo los apunto mejor que ese Juliacho. Mira mi honda».

—Tenía —continuó doña Nelly— una honda de jebe que él mismo había hecho con retazos de otras hondas y de las telas que recogía de la tienda de don Marcelo, el viejo tendero del pueblo. Casi todos llevaban huaracas parecidas, con grandes bordes de lana y cabezas de cuero, donde las piedras chiquitas colocaban.

«—¿A qué hora vendrá? —me preguntó Jaime sentándose a mi lado, cerca del fogón».

«—Más tardecito, antes de la cinco, seguro».

—A su lado, recuerdo, estaba Negro, el perro chusco

que Juliacho había recogido de la calle. Dormía a sus pies y de vez en cuando levantaba la trompa para mirarme, a ver si me llenaba de pena y le tiraba un pedazo de algo.

Calló y levantó la cabeza. Me pareció ver una estrella fugaz que cortaba el cielo en línea horizontal. Entonces sacó de una talega unas hojas verdes, secas; se las metió a la boca y comenzó a masticar.

—¿Y cómo se enteró lo de Juliacho?

Doña Nelly se encogió de hombros como si le doliera seguir hablando. Sus mandíbulas latieron intermitentes hasta que carraspeó con escándalo, y luego escupió una masa verdosa.

Sobre las alturas de las plantaciones de algarrobo, desde donde permanecíamos sentados, la noche se iba enfriando con el paso de los minutos. El fuego ya iba muriendo en su resplandor. Los troncos de los sauces que había cruzado para alimentar la llama iban adquiriendo su negrura. Estiré un poco las piernas y sentí un adormecimiento.

—Todo es muy triste ahora que lo recuerdo porque me duele el corazón y me dan ganas de hacerme una bola y quedarme dormida, duele aquí —se tocó el centro del pecho—, y a veces el dolor es hondo como un pozo. Me duele más que cualquier cosa que puedo recordar y que se viene como un lazo en la garganta, cuesta respirar bien, caramba.

«—¿Por qué demora el Juliacho, mamá? —me dijo Andrés, cerca de la puesta del sol».

«—Ya está negreando la tarde —dijo Jaime asomándose a la entrada».

—Por la carretera llena de polvo, los zancudos iban saliendo de la oscuridad y empezaban a morder la carne, a silbar feo en la cara. Ya me había asomado varias veces por la ventana y mirado a lo lejos, por el camino viejo, donde subían los burros cargados de hojas de maíz. Pero nada de nada; ni la sombra de mi hijo, ni de sus amigos que habían ido con él. Ya me estaba quedando dormida en la ventana; sobre mi cabeza el cielo se rajaba en estrellas y las gallinas en mi corral ya se habían guardado entre sus alas, cuando alguien tocó la puerta con fuerza. Me asusté y corrí tropezándome, tropezándome. Algo malo presentía porque un dolorcito en el pecho me golpeaba un poco.

—¿Quién fue?

—Una vecina que vivía a una loma de mi casa —doña Nelly se ladeó para quebrarse por la cintura y hacer tronar sus huesos.

«—¿No aparece el Juliacho? —me preguntó con cara asustada».

«—Nada —le dije».

—Enseguida agachó la cabeza, medio nerviosa, y entró a mi salita. Con una colchita sucia se envolvía los hombros y su cara hasta miedo me daba porque se notaba que de arañazos había sufrido. Eso sí, medio chismosita era, pero en ese momento poco me importaba en verdad.

«—Don Julián me cuenta que ha visto tres carrazos negros rodando por la quebrada. Como diez hombres han chapado a tres muchachos en los algarrobos, cerca de las acequias».

«—¿También a Juliacho?»

«—No lo sé, doña. Me dice don Julián que los vio de espaldas, muy rápido, y que luego los metieron a los carros y se perdieron por los algodonales».

—El corazón se me hizo un puño y casi me caigo allí mismo.

Los grillos a la distancia chirriaban intermitentes y desde los arbustos surgían violentas luciérnagas que se perdían entre las aguas del riachuelo. Doña Nelly se secó una lágrima con la manga y suspiró dibujando en su rostro una expresión de profunda lástima. Miré mi reloj: la una de la madrugada. Pensé por un momento que la camioneta que venía desde Yuracmarca, y que debía de habernos recogido hace cinco horas, se había descompuesto.

—Ya antes había tenido el mismo presentimiento.

—¿Con lo de su esposo, verdad? —interrumpí sacando un cigarrillo de mi mochila.

—Eso fue mucho antes. Me lo sacaron a la mala, cuando mi Juliacho tenía siete, seis años. Recuerdo esa noche después del día de la madre, cuando nos despertó una balacera en la plaza de armas, allá en nuestra antigua casa que teníamos en el pueblo; con miedo nos levantamos y miramos por la ventana: hombres con pasamontañas, con fusiles en ambos brazos, corrían de casa en casa pateando las puertas, disparando las cerraduras de los que no querían abrir, agarrando a culatazos en las espaldas a los que renegaban o buscaban correrse.

«—No salgas, Nelly —me dijo mi marido cuando vio que dos hombres caminaban hacia nuestra casa—. ¡Esconde a los muchachos!

«—¡Son los terrucos, Pancho! —tenía mucho miedo—, nos pueden matar si nos escondemos».

—Lo vi bajar la cara y mirar al suelo, recordando algo a lo mejorcito. Su frente se arrugó como cuando estaba enojado o medio triste. Pálido se puso. Los perros ladraban como condenados por todos lados. Desde el cuarto de mi Andrés también comenzó a rabiar otro perrito chusco que teníamos. Entonces oímos el golpe.

—¿Salieron? —pregunté.

—Yo me quedé mirándolo un rato, con el corazón que me reventaba en el pecho. Su cara brillaba de sudor y por su frente caía el pelo todo de loco.

«—¡Abre! —me ordenó con los nervios que se le metían en la voz».

—Ni bien corrí el cerrojo, una patada en la puerta me aventó con fuerza y por poco me derrumba.

«—¡Salgan rápido, carajo! —gritó un hombre vestido de uniforme marrón—. ¡Rápido! Tú qué me miras, malparido».

—Mi marido lo ojeaba con rabia, con la cabeza me-

dio agachada.

—¿Por qué no se movía?

—No sé, joven. Jamás lo supe. Estaba parado cerca de la ventana como si se le hubieran muerto las piernas. No se movió hasta que el hombre le metió una patada en el culo.

«—¡Avanza, mierda! —gritaba—, ¿o quieres morir delante de tus hijos?».

—Mis tres hijos estaban temblando, abrazados, a la entrada del pasillo, muy cerca de sus cuartos. En sus caras se notaba que querían correr hasta mi lado, pero no se atrevían y yo tampoco. El perro se había trepado a la ventana de un cuarto y no paraba de ladrar.

«—Mata a ese perro, carajo —ordenó el que parecía el jefe a otro más bajito».

«—No, por favorcito —rogué».

«—¡Mátalo! —volvió a ordenar».

—Mi marido quiso aguantarlo, pero un culatazo por la espalda lo tumbó en el suelo; en ese momento se armó el griterío de mis hijos. El hombre, al que ordenaron, corrió hasta el cuarto y se metió echando lisuras. Al rato escuchamos el tiro.

«—Ahora salgan o se mueren aquí mismo —el hombre disparó al aire».

—Y salieron, me imagino —acoté después de escupir una colilla de cigarro.

Doña Nelly extrajo de su talega otra porción de hojas y por instantes quedó en silencio; con calma iba ejerciendo la hierba en su bolo, hasta que finalmente se lo llevó a la boca y lo masticó como un chicle. A lo lejos divisamos las luces de un carro que aparecía y desaparecía en las curvaturas de las montañas. No había duda que se acercaban los hombres que esperábamos.

«—Haz caso, Nelly —habló mi marido con la voz medio apagada».

—Cogí a mis hijos y los arropé con una manta de lana que estaba en una silla y salimos a la plaza. Me siguió uno de los hombres. Entonces me di cuenta de que mi marido se había quedado atrás. ¿Qué estará pasando?, me dije.

«—¿Y mi esposo? —le pregunté».

«—Ya vendrá, mamita —me respondió riéndose—. Ya vendrá».

—La plaza estaba llena de gente, todos amontonados como carneros, junto a los árboles; muy cerca de ellos varios encapuchados les ordenaban que se formaran en filas, igualito que en el ejército. Todo el pueblo estaba ahí, desde niños hasta viejos; lloraban por acá, lloraban por allá, los niños sobre todo, cuando escuchaban disparos al aire.

«—¡Silencio, carajo! —gritó un hombre que tenía una bandera roja, con un martillo en el centro».

—Era el líder, sin duda —dije— seguramente de Sendero.

—Ajá. Eso sí me acuerdo, porque clarito lo dijeron.

«—Camaradas —dijo el mismo hombrecito—, esperamos su comprensión en esta hora es determinante para la historia burguesa del Perú. El estado de injusticia al que nos tienen sometidos los perros imperialistas está por acabar muy pronto».

«—Aplausos, camaradas —gritó alguien con un micrófono de mano».

—Aplaudían sin entender nada. Peor yo, que estaba preocupada por mi marido. ¿Qué le estarán haciendo?, me dije. ¿Para eso habrá sido el mal sueño de anteayer?

—¿Tanto demoraban? —le interrogué.

—Habrá sido como media hora más o menos que el hombre habló a la gente.

«—¡Viva el marxismo, leninismo, pensamiento Gonzalo! —gritó un muchacho desde el otro lado».

«—Ahora, compañeros, vamos a hacer justicia popular a un soplón del gobierno —volvió a decir el que era su jefe».

Doña Nelly se levantó y comenzó a llorar tapándose la cara con las dos manos.

—Ya se imaginará, joven —sus palabras brotaban en medio de su llanto—. A mi marido lo traían entre dos, arrastrándolo de las patas. Tenía la cara llena de sangre y la barriga calata, vomitando amarillo lo traían. ¡Desgraciados! Todos se quedaron mudos. Ahí nomás delante de mis hijos y de la gente le dispararon en la cabeza; sin alma, sin corazón eran esos malditos.

«—¡A meterse a sus huecos, ahora! —gritó el mismo hombre—. Aquí nadie ha visto nada».

—Ahí nomás tiraron un trapo rojo sobre su cuerpo. «Así mueren los perros», se leía en letras grandes y amarillas. Toda la gente se fue a sus casas, cabeza gacha, mansitos todos. Solo yo y mis hijos nos quedamos en la plaza, al lado de mi marido, llorando toda la madrugada.

Una camioneta penetró en el campo en ese momento. Las luces nos enceguecieron. Me levanté con la intención de darles alcance, pero el carro cruzó el camino en diagonal y se metió en los algarrobos hasta detenerse cerca del fogón que agonizaba.

—¿Listos para irnos? —preguntó un hombre desde la ventana. Vestía de corbata.

—Demoraron mucho —intervine mientras me acercaba para darle la mano—. Mucho gusto, soy César Montero, el periodista autorizado por la señora.

—De igual manera. Doctor Manuel Rivera. Fiscal.

Luego dijo algo que no logré percibir, porque en ese momento doña Nelly me cogió del hombro. El frío avanzaba en la noche y se metía por las orejas, debajo de los pantalones, en los intersticios de las casacas.

—Vamos a subir, hijo. Ojalá que algo bueno nos espere por allá.

Nos embarcamos en los asientos posteriores. El fiscal iba de copiloto y junto a nosotros descansaba un hombre que no abrió la boca en todo el trayecto. Apenas si nos saludó y volvió a arrullarse; cerró los ojos. A través de las lunas polarizadas se podían ver los reflejos de las estrellas y el parpadeo de algún lejano caserío. Dentro de la cabina el aire era tibio y la respiración serena y cómoda.

Un breve trecho marchamos en silencio.

—Doña Nelly —irrumpió el fiscal—, me han dicho que hay grandes probabilidades de que sea su hijo.

Doña Nelly levantó la cabeza y, a través de los chorros de luz azulada que caían del techo de la camioneta, su perfil aguileño y triste fue mudando en una sonrisa no menos lastimera. Vi que su mirada resplandecía de alguna forma y que por su cara rodaba una lágrima.

—¿Usted cree, doctor?

—Eso me han dicho.

Entonces me miró con esa fascinación que tienen los que han descubierto un prodigio. Tenía las manos envueltas en un mismo puño.

—¿Me dijo que el día en que despareció tenía un polo azul, verdad? —preguntó el fiscal.

—Sí, lo recuerdo muy bien, doctor.

«—Vamos a buscarlo, mamá —me rogó mi Andrés ese mismo día. Era muy de noche ya».

«—Primero avisemos a la policía en el puesto —dijo mi Jaime—. Los otros vecinos ya se están yendo para allá».

—En carrerita nos fuimos; adentro encontré a doña Agucha, a don Vicente y a don Francisco. Todos sentados en una banca de madera. Cuando entré levantaron la cabeza, pálidos estaban.

«—¿Qué les han dicho?»

«—Lo mismo de siempre —me dijeron—. Debemos esperar veinticuatro horas para que recién los busquen».

—¿Y esperaron? —preguntó el fiscal.

—No, ese mismo día empezamos nuestra búsqueda. Fuimos con linternas hasta los algodonales y caminamos toda la madrugada, porque se nos hacía difícil creer que los habían secuestrado. ¡Nosotros éramos pobres, doctor! En ese momento no podíamos saber quiénes habían sido. Fuimos preguntando de puerta en puerta, hasta que al final nos dimos por vencidos. Llegué a mi casa cerca de las cinco de la mañana; a mis hijos los hallé dormiditos en el sillón.

—Y luego vinieron esos años de tortura —intervine.

—La casa se hizo más triste todavía. Mi Jaime y mi Andresito ya casi no jugaban entre ellos como antes. Pena por su hermano tenían. En mi corazón había rabia y dolor que solo una madre puede sentir y que no se puede decir con palabras. Mi Jaime aprendió a labrar la tierra muy rápido y hacerse hombre en un par de años, porque la vida más dura para nosotros se había hecho.

—¿Y dígame, fue verdad que usted se encadenó en

las puertas del Palacio de Justicia para que le hicieran caso? —continué.

—Yo no podía dejarme vencer hasta encontrar a mi hijo. Como nadie sabía qué había pasado con ellos nos fuimos hasta Lima, con las fotos en nuestros pechos nos metimos en el Congreso, con lágrimas, con dolor en el alma para que miraran nuestra pobreza. En Santa, en Chimbote, ya no se podía pedir nada. Ustedes saben que en ese tiempo, caramba, era difícil denunciar. Fujimori y Montesinos mandaban callar a todos los que los protestaban, o bien los acusaban de terrucos. A mí cuántas veces no me habrán amenazado de muerte, para que no diga nada, para que lo deje así nomás, con la soledad y la tristeza en mi rincón.

«—Cállese vieja, o quedará como su marido —me gritaron una vez desde una moto».

La camioneta se detuvo un momento. El conductor, después de descender y morder un cigarrillo, abrió el capó. Desde algún lugar de las quebradas llegaba el ulular de algún ave nocturna.

—Durante más de un año —continuó doña Nelly—

caminé sola por las radios, por la televisión, por todos lados. Apenas me cansaba porque parecía que la pena era mi alimento. Yo y mi voz, jóvenes, nadie más. Es que uno ni sueño tiene cuando busca algo que es parte de uno.

—¿Y cuándo supo que fueron los del Grupo Colina? —preguntó el fiscal.

—Por los periodistas, doctor, solo por ellos. Al se-

gundo año supe eso, porque al principio pensábamos que los mismos terroristas habían sido.

Hizo una pausa para tomar aliento.

—Rabia me daban los fujimoristas cuando decían que nuestros hijos habían sido de Sendero. ¡Imagínese, doctor!

—Es comprensible —el fiscal aúllo en un bostezo.

El conductor cerró de golpe el capó y regresó a su asiento. Volvimos a retomar la marcha. El hombre que iba a nuestro lado roncaba tirado sobre la puerta. Ni los baches lo despertaban. Yo no tenía sueño. La expectativa de nuestro próximo destino me había, quizá, excitado los nervios.

—Yo la recuerdo en una foto con una palana y con la cara bañada en sudor —intervine—. En una entrevista para La República, ¿verdad?

—Sí, joven. Ya cuando había perdido toda esperanza, una tarde nos dijeron que a nuestros hijos los habían enterrado por las mismas quebradas, después de torturarlos y matarlos a tiros, seguro. Yo no podía creer en la justicia de mierda de mi país. Disculpen las palabras, pero es la verdad. Todo estaba hecho mierda aquí y por eso yo solita me fui por los cerros con mi palanita, a veces con mis hijos que me ayudaban para buscar en medio de los arrozales.

«—¡Qué pue buscas, mamita? —me preguntó una noche el viejito Blas, un agricultor del valle».

«—A mi hijo, don. De palanazo en palanazo lo buscaré por estas tierras, con mi Jaime o yo sola».

«—Yo pue, la ayudaré un poco».

«—Gracias, don».

«—Duro es ver al hijo muerto».

«—Duro es —mi corazón se hizo un nudo esa vez—. Aunque más duro es no poder enterrar sus huesos, siquiera, como cristiano, don».

—Esa noche don Blas, lástima me daba verlo caminar todo dobladito, me ayudó bastante desenterrando plásticos vacíos por las quebradas y en los campos muertos. Bajo la luz de la luna nos alumbrábamos; medio azules eran nuestros cuerpos, peleando con los perros que bajaban desde los maizales. Don Blas había sido recio y su brazo acostumbrado estaba al golpe de la palana, pero de todas formas lo oí jadear como un becerro, escupir, decir algo entre dientes, seguro contra el gobierno, porque el viejo siempre había sido así.

—¿Y cuánto tiempo estuvo en ese plan? —la voz del fiscal sonó frágil, en el vacío.

—¿Con la palana?, cerca de cinco años será… Pero nunca me cansé. Solo paré la mano cuando me puse mal del estómago y me empezaron los vómitos en las madrugadas. Mal, mal, me puse. Pero yo no hacía caso a los dolores y seguía de pie cuando me llamaban para marchar con los demás. Ahí me di cuenta que en el Perú había muchos como yo, huérfanos de toda laya. Ya para ese tiempo mi Andrés estaba más grande.

«—Iré yo mamá —me dijo el pobre, que ni estudiar

pudo por ayudarme en la casa—. Tú descansa».

—Yo no podía descansar, no podía. ¿Cómo descansar si tienes a la muerte jugando necia contigo?

—Hasta que cayó el Chino —reflexioné.

—Sí, joven —doña Nelly tosió con brusquedad—. Recién ahí se ofrecieron a investigar nuestros casos; nos dimos cuenta que muchos peruanos no valíamos nada para el gobierno; peor que basuras nos habían tratado todo el tiempo.

Miré mi reloj: eran cerca de las tres de madrugada. Doña Nelly había quedado en silencio. Solo el ronroneo del motor quebraba la noche y la quietud.

—Será mejor dormir un rato —dijo el fiscal—. Faltan tres horas para llegar a Huaca Corral.

Me arropé con una frazada y cerré los ojos. Dormí. No tuve un sueño preciso, sino uno vago y de raras formas que apenas pude identificar. Muy temprano me despertó un sacudón en el brazo. Era doña Nelly, quién me miraba sonriente. Había amanecido muy de prisa y el frío había amenguado en el interior de la camioneta. Bajamos del vehículo y frente a nosotros se mostraba el desierto, flanqueado por lejanas montañas. Un polvillo fino nos cruzaba la cara; un olor a tierra y abono flotaba en el aire.

—No veo a nadie más —dije—, ¿están seguros de que es aquí?

—Debemos penetrar en el corazón de la pampa —dijo el fiscal—. Es por esa entrada. Allá deben estar los de Chimbote, seguramente.

A lo lejos se abría una trocha apenas perceptible, donde antes tal vez la habían trajinado las mulas.

—Primero hay que tomar el fresco; reconocer el terreno desde aquí —el fiscal examinaba la arena con sus manos: huesecillos de pájaros se escurrían por sus dedos.

—Me hubiera gustado que mi Jaime y mi Andrés estuvieran aquí conmigo también —irrumpió doña Nelly.

A la luz de la mañana su rostro lucía más ajado; los párpados, lívidos y cansados. Caminé hasta el pie de una pequeña duna. Doña Nelly me siguió, acaso familiarizada con mi presencia. Me puse de perfil a ella y divisé, a lo lejos, una bandada de pájaros.

—Entiendo que sus hijos también fallecieron —comenté.

—Sí; eso hace como diez años ya.

«—Iré con Jaime a Corongo, mamá —me dijo mi Andrés—. Venderemos la tierra de mi abuelo y haremos algo por acá».

«—Ojalá, hijito. Dios te oiga».

«—No llore, mamá —me abrazó—. En dos días estaremos de vuelta».

—Esa tarde los despedí en cinco esquinas, donde salen los carros para la sierra; ya no volví a verlos más.

«—¿La señora Nelly Sánchez? —me preguntó un policía en la puerta de mi casa, esa misma noche».

«—Sí, ¿qué pasa?»

«—Traemos una mala noticia».

—Me quedé helada.

«—Lamentamos decirle que sus hijos Jaime Montes Sánchez y Andrés Montes Sánchez acaban de fallecer en un accidente en la sierra de Cabana».

—El mundo se me vino abajo. Mi corazón terminó por romperse del todo y le pedí a Dios que me recogiera también. Pero luego luego me arrepentí, porque estaba rompiendo la promesa que le había hecho a mi Juliacho hace tiempo: no morirme hasta encontrarlo, aunque sea en el fin del mundo. De negro me comencé a vestir, como ahora, joven, y desde entonces más vieja me he vuelto de tanto llorar, de tanto caminar entre muertos y desgracias.

—Es hora de volver —nos despabiló el fiscal.

Volvimos a paso lento hasta la camioneta. Dentro, un ligero olor de tabaco volvía rancio el ambiente. Nos acomodamos de nuevo en los mismos lugares donde habíamos abordado y emprendimos el viaje, que ahora sería breve. Bajé las lunas de mi lado: el viento tenía un sabor a polvo que se impregnaba en los labios. Doña Nelly había ladeado su cabeza sobre mi hombro. Podía sentir su respiración agitada, sus dedos que se atenazaban en un pliegue de mi casaca.

—Habría tenido tu edad —suspiró.

No supe qué decirle. Las palabras se ahogaron en mi boca, ya que pocas veces en mi vida había llegado a estos extremos, donde el oficio y el lado humano se volvían uno solo. Le toqué la mano y sentí la rudeza de su piel, callos sólidos en la palma.

—A veces todos somos hijos de una misma madre —sentencié.

La vocinglería y el rugir de motores ya comenzaban a oírse a la distancia. Saqué la cabeza por la ventana y, más allá de las dunas y las ventiscas, vimos al gentío arremolinado en torno a las fosas. La camioneta ahora avanzaba a sobresaltos, triscaba esqueletos de arbustos, aplanaba piedras y antiguos matorrales. El conductor detuvo la camioneta a una distancia prudente. Descendimos con rapidez y sin mucho aspaviento vi a doña Nelly abrirse camino, midiendo sus pasos y evadiendo las piedras con agilidad a pesar de sus años. Al llegar hasta el último fotógrafo se inclinó llevándose la mano al pecho. Corrí tropezándome en los surcos, hasta darle alcance.

«—¿Te sientes bien, mamá?»

«—Sí, estoy bien. Es que a veces me duele el pecho, pero no es nada; presentimientos de vieja, deben ser».

«—¿Presentimientos? Pero no estés triste. Siempre estaremos aquí, contigo».

«—Siempre estarán conmigo».

La cogí del brazo y la acompañé a paso lento. Sentí el temblor en sus dedos y una ligera humedad en su piel.

Mientras nos acercábamos, voltearon a mirarnos algunos hombres. Dos jóvenes que vestían de chaleco se aproximaron y le dieron la mano; la condujeron hasta una silla y le ofrecieron una botella de agua. Muy cerca de ella, dos mujeres vestidas de negro gimoteaban en susurro, con las cabezas ladeadas una contra otra.

—¡Pásame el pico! —escuché desde el otro lado.

Uno de los hombres que vestía de chaleco verde llamó a doña Nelly.

—Es para el reconocimiento de la ropa.

Caminamos hasta el borde de la fosa y de una bolsa de plástico extrajeron con unas pinzas un trapo azul y unos pantalones marrones. Doña Nelly tenía los ojos enrojecidos y empapados. Mi corazón golpeaba incontenible. Entonces la vi caer de rodillas, balbucear un «gracias», y enseguida le vino un llanto agudo, quejoso, como si fuera el último de los tantos que había soltado en su vida.

«—No llores, mamá. ¿Qué tienes?»

«—Soñé que te volvías un pájaro, un pájaro negro que cantaba sobre los algarrobos; triste era el canto».

«—A veces me gustaría ser así, mamá; buscar a mi padre entre los alfalfares, más allá de la colina».

«—Pero él ya está muerto, hijo».

«—Por eso mamá, por eso».

Desde varios lados surgieron disparos de cámaras y

el asedio de reporteros que no sé de dónde habían aparecido se me antojó insoportable. Me hice a un lado y caminé hasta la fosa, en cuyo interior media docena de hombres cavaban la tierra. La zona estaba acordonada con cintas amarillas y solo los forenses y algunos periodistas asechaban al interior. Giré la vista, entonces pude ver que las dos mujeres que estaban vestidas de negro miraban con tristeza hacia donde doña Nelly, cuya estatura se perdía entre los cuerpos de los reporteros. Me aproximé hasta ellos.

—…todos saben que casi durante veinte años he penado en vida. Ahora ya puedo morirme en paz.

«—La paz. A veces sueño con una casa. Una casa grande y sin bulla. Raro es el sueño cuando hay poca gente».

«—¿Y tiene un pozo con sapos esa casa?»

«—De grande en una casa así vivirás».

«—¿De grande, mamá?¿Cuándo nos vayamos a otro lado, a olvidarnos de todo?»

«—Sí, cuando sientas que ya no deba vivir aquí».

La voz de doña Nelly fluía en la mañana. Yo la oía casi sin ganas y con una distracción deliberada, quizás porque sus palabras en el fondo me dolían también. La veía a través de su perfil, con la espalda encorvada y el labio retorcido en el hablar. Sus manos se apretujaban sobre su falda y de rato en rato se llevaba la manga a los ojos para secar la humedad.

—Es hora de irme también.

Escuché sus palabras como un juego de posibilidades. Al rato se levantó y me buscó entre la gente hasta que halló mis ojos y nos miramos. Sonrió con desánimo. Caminó hasta donde estaba. «—Debo irme».

«—¿A dónde, mamá?»

«—A buscarte lejos, donde una vez te perdiste cuando correteabas a los cañanes».

—¿Se siente bien?

No me respondió. Me cogió del brazo y me impulso a seguirla hasta un lado, desde donde se podían ver las huellas que habían dejado los carros en su llegada. El viento había comenzado a soplar desde el este y un polvillo se metía por las orejas y los ojos. Nos detuvimos cerca de un matorral. Una lagartija escapó de una piedra, corrió cerca de dos metros y desde allí se detuvo: su cabecita se movía como una antena, temblorosa, y luego se escabulló en la arena hasta volverse invisible.

—Gracias por todo, joven. Ahora debo volver.

—¿Cómo? Pero nosotros la trajimos y nosotros la llevaremos.

—No, joven. Usted no entiende. Debo volver caminando. Aquí en la arena, en el silencio, la voz de mi hijo será más clarita para mí.

«—¿Siempre me buscarás, mamá?»

«—Claro. Para una madre, el hijo siempre estará en algún lado».

Entonces la vi recogerse el cabello, mirar al cielo y murmurar unas palabras; sonrió de mala gana y emprendió su andar. No pude detenerla, no sabía bien por qué. Sus pasos se enterraban en los médanos, jadeaba con un sonido silbante, como una queja tal vez. De espaldas tenía todos los síntomas de una mujer enferma. No solo por la ligera cojera en la pierna derecha, sino por el trajinar lento, como si de antemano supiera que su destino la aguardaba sin prisa.

—¿A dónde va doña Nelly? —me preguntó un hombre que había llegado a mi lado.

—No estoy seguro.

Me arrastré unos pasos hasta pisar un desnivel; la inercia me hizo descender muy rápido a trancos largos y fue inevitable que la arena se metiera en mis zapatillas. Era inútil maldecir. A los lejos, pájaros grises planeaban como en una danza. Algunos chillaban. Otros caían en picada hacia alguna presa. Caminé en dirección a doña Nelly y de pronto me detuve. Sobre los cerros que rodeaban el lejano valle cúmulos de nubes avanzaban hacia la sierra. Metí la mano en mi bolsillo y saqué un cigarro. Lo encendí y entonces pude ver cómo las volutas se mezclaban con las nubes, se volvían una sola masa informe, sin importar el espacio que las separaba, pues daban la impresión de ser un solo cuadro, una sola huella.

A lo lejos doña Nelly se volvía un punto insignificante; yo, rodeado por el rumor de voces y por el susurro del viento, me quedé con una pregunta fútil en la garganta: ¿Sabrían las lagartijas sobre el sentido de la muerte? Les arrojé una piedra, como antes —muchos años antes — había hecho en la pampa. Corrieron en zigzag entre los montículos de barro y se hundieron en la arena hasta desaparecer por completo. Luego erré la vista. Sobre mi cabeza tres gallinazos aún seguían explorando las tierras.

(El lado materno de la muerte, Ítalo Morales, Fondo Editorial del Instituto Pedagógico Chimbote, 2016)

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